Soy Catalina, mamá de Tomás y Sofía. Con mi marido, Julián, nos mudamos a Miami hace cinco años por su trabajo, cuando Tomy tenía un poco más de un año. Apenas llegamos vivimos en Brickell, y nos encantaba porque estábamos cerca de todo y Julián podía ir caminando a la oficina. Pero, cuando llegó Sofi y Tomás era un poco más grande (y se la pasaba pateando pelotas adentro del apartamento), decidimos mudarnos a Key Biscayne. Aquí nos sentimos muy a gusto y tranquilos, y los chicos disfrutan mucho de la playa, del parque y de la gran cantidad de niños que hay en cada sitio al que vamos.

Tenemos una vida bella, no podemos quejarnos, y le damos gracias a Dios por ello, pero, como decía mi abuelita, “la rutina es igual en todos lados”… Y no se equivocaba.

Mi día a día es tan vertiginoso y caótico como el de cualquier mamá del mundo. Regaño a los niños para que se levanten (porque la noche anterior seguramente no querían acostarse a la hora que les correspondía), sigo con los regaños para que tomen el desayuno y siempre estamos corriendo para llegar a tiempo al colegio. También se enferman (¡y odian las medicinas!), y siempre prefieren jugar antes que hacer el homework.

Mi marido me ayuda mucho, sobre todo a la noche porque cocina siempre él, lo que me alivia muchísimo ya que no soy muy amiga de la cocina. Pero ensucia como si hubiera preparado una cena para diez familias, y ahí me desespero otra vez, porque el trato en nuestra casa es “tu cocinas, yo lavo”, y más de una vez salgo perdiendo. Pero es un gran cocinero, y un excelente padre.

Como muchas familias que dejamos nuestro país para venir aquí, también dejamos a nuestros padres y hermanos, y hasta a los amigos. Y si bien los echamos de menos muchísimo, tenemos la suerte de disfrutarlos a full cada vez que nos visitan o cuando nosotros tenemos la posibilidad de viajar para verlos.

Estas fiestas, por ejemplo, preferimos quedarnos aquí, porque vamos a viajar en marzo para que coincida con otros trámites que debemos realizar allí. Así que fueron mis padres y mi suegra los que se montaron a un avión para pasar la Navidad y recibir el año nuevo junto a nosotros.

El clima nos acompañó muy bien, tuvieron días de sol y calor para disfrutar de la playa con los nietos, y noches cálida para pasear por sus lugares favoritos de Miami. Es todo tan intenso cada vez que vienen, ¡y pasa tan rápido al mismo tiempo! Mis padres y mi suegra, como todos los abuelos del mundo, consienten a los niños como jamás lo hicieron con nosotros, y ellos se aprovechan, claro. Parecemos un grupo de turistas que vamos todos juntos a todas partes: al colegio, a las clases de fútbol de Tomy, al parque, al mall, a comer, y hasta al museo. Después de tantos días de playa, juegos y paseos llega el día que se van y la lucha de siempre por volver a la normalidad. La rutina se altera, los niños cambian sus horarios, no obedecen (porque los abuelos los dejaban hacer lo que quisieran), y la casa queda como como si hubiera pasado un huracán. Tanto mi marido como yo dejamos de lado algunas actividades, y alguna que otra responsabilidad, por exprimir al máximo ese tiempo con nuestros padres, entonces, el día después nos damos cuenta que olvidamos pagar cuentas, que los cuartos de los niños son un desorden total, que no podemos seguir postergando el dentista, ni el gimnasio, y que debemos volver a nuestros hábitos alimenticios “normales”. Basta de comidas ricas cada noche, basta de traguitos durante la semana y basta de sentarse a la mesa a cualquier hora.

Esta semana me tocó el famoso día después, pero un día no alcanzó, así que le pedí a Lili, la señora que me ayuda con la casa, que viniera un día más, yo sola no sabía por donde empezar. La semana entrante estaré con mi ritmo habitual nuevamente, ¡o eso espero! Ya les contaré.

¡Hasta la próxima!     Cata